
Las marchas del silencio
“No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer. Los nombres que, en cuentagotas, llegaban a la primera plana de los diarios de circulación nacional se iban sumando: María Soledad Morales…” [Selva Almada, Chicas muertas]
San Fernando del Valle de Catamarca se vistió de luto el 8 de septiembre de 1990 por el hallazgo de un cuerpo mutilado de una joven estudiante de 17 años. Su nombre “María Soledad Morales” será recordado en la crónica policial de la Argentina como el primer caso de femicidio que conmocionó a la opinión pública. En un pueblo donde nunca pasaba nada. La interceptaron en la oscuridad, la golpearon, la drogaron y violaron en manada hasta su muerte. Bajo los albores de una Presidencia en ciernes se entretejía la más oscura trama del abuso del poder político.
Netflix acaba de sumar a su catálogo el documental María Soledad: el fin del silencio, dirigido por Lorena Muñoz. El film de 95 minutos de duración recupera las voces de quienes resultaron infortunadas protagonistas del caso. La voz de Soledad fue acallada para siempre. En su lugar, sus amigas del colegio, sus padres y una monja desafiante instauraron el hábito de marchar en completo silencio por las calles catamarqueñas. Un símbolo perenne que rindió homenaje y anticipó el grito silente del ¡Ni una menos!
Eran años que inauguraban una década colmada de esperanzas. Un caudillo del interior, de los pagos de Facundo Quiroga, ocupaba el sillón de Rivadavia. Y como en el mito de “la caja de Pandora” la esperanza terminó siendo el último de los males que se desato sobre esos llanos e irradió de un manto ominoso a toda la argentinidad. Pese a la impunidad desatada sobre Catamarca, la connivencia política y el poderío de los señores feudales eternizados en la estructura de Estado, el documental recrea la fortaleza emprendida por los humildes, los desamparados, los privados de derechos. Y, con mayor vigor aún, el empuje determinado por las jóvenes provincianas cuyo único anhelo era emprender, todas juntas, el viaje de egresados. Una no llegó.
Transcurrieron más de treinta años de aquéllos años oscuros. Sus amigas, hoy mujeres, recuerdan a Soledad con su sonrisa infantil y sus sueños por cumplir. Su madre reproduce un comentario que circulaba, por entonces, al referir a la tragedia: “mataron a una chinita”. Esa expresión remite a una práctica típica del colonialismo y la dominación de razas: el chineo. Se entiende por tal a una «costumbre» extendida entre varones criollos de diferentes estratos sociales, económicos y educativos, y por la cual éstos buscan concretar relaciones sexuales con mujeres indígenas de distintas etnias, con o sin su consentimiento. Pronto esta nefasta praxis la asimilaron los provincianos patricios y poderosos sobre las jóvenes a quienes no consideraban de su condición.
Cierto es que el caso, documentado en la narración fílmica y que incluye fragmentos de archivo, tanto de los juicios orales como de cobertura de prensa de la época, logró fulminar los cimientos de una estructura política corrosiva y gangrenosa perpetuada en el poder. De nada ha servido el nombramiento de un “colaborador” policial designado por el Ejecutivo Nacional para encubrir pruebas y que, años después, terminara condenado por delitos de lesa humanidad, en la dictadura de Estado. Poco valió el esfuerzo emprendido por Jueces corruptos que intentaron borrar las pruebas incriminatorias hacia el acusado poderoso. Ni siquiera, el apartamiento de la monja, Martha Pelloni, en su noble rol de protectora de las jóvenes y Alma mater del reclamo de justicia. La semilla del buen pastor había germinado y el velo de corrupción fue descubierto. Toda la sociedad argentina miraba a Catamarca con mucha atención.
El “caso de María Soledad” es un emblema paradigmático de la presidencia menemista. Una época signada por la corrupción de Estado, por los negociados empresariales y las venias a quienes detentaban el poder político y económico. Una joven que, aún no había comenzado a vivir, destapó la olla en que se cocinaban los tejes y manejes de putrefacción del señorío de patriarcas oligárquicos.
Fueron necesarios trece años para que el asesinato fuera juzgado. Los acusados recibieron sentencia. La que nunca es lo suficientemente justa ni reparadora. ¿Cómo medir la pérdida por lo que no podrá ser vivido jamás? Marcó un hito contra la impunidad y su heroicidad trágica quedará en la memoria de quienes, como yo, hemos asistido al eterno proceso por el reclamo de justicia. Y como nos señala Selva Almada en su nouvelle Chicas muertas “seguimos caminando, más apretadas la una contra la otra, los brazos pegajosos por el calor… sacándoles un sonido amenazador que, si afinabas el oído, podía ser también la música de una pequeña victoria”. Así Soledad dejó escrito su deseo en una carta: “ser alguien en la vida”. Y lo fue. Quien puso fin al silencio.